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En nuestra interacción con productos y servicios hay esfuerzos que deseamos eliminar.
Mi ejemplo favorito, a título personal, es toda la tediosa fricción asociada con el supermercado. Hacer una lista que vas terminar ignorando. Conducir. Buscar estacionamiento. Tomar docenas (al menos) de decisiones de compra. Hacer fila. Pagar. Apenarte al decirle al el chico que te ayuda a empacar las cosas que no traes efectivo para darle. Conducir de regreso a casa y darte cuenta que todavía no terminas porque tienes que guardar las cosas que compraste.
Este tipo de actividades son la razón por la que “frictionless” se volvió una buzzword. Porque, ¿quién querría batallar haciendo estas cosas?
Resulta que bastantes personas, aunque a primera vista no lo creamos. Las soluciones frictionless no son deseables cuando la actividad que nos evitan está asociada a nuestra identidad.
Aquí mi ejemplo es profesional en vez de personal. En un proyecto para uno de nuestros clientes, descubrimos algunas mujeres en comunidades rurales se rehusan a dejar de lavar a mano. Y parecería irracional, porque lavar a mano es pesado y limitante. Pero ellas no quieren dejar de hacerlo porque esa labor es su forma de demostrarle amor a su familia. Si les ahorras ese trabajo, en realidad les arrebatas esa manera de expresarse.
Otras fricciones deseables están asociadas con estatus. Por ejemplo, quienes toman vino no quieren la conveniencia y facilidad de una taparosca, porque eso le quita sofisticación al acto de abrir una botella.
La innovación no se trata nada más de eliminar fricciones, sino de saber cuáles fricciones vale la pena eliminar.